En el bar de un hotel en Tijuana un turista extranjero manosea a una chica, mientras la obliga a beber ‘shots’ de tequila. Las capas de maquillaje no logran ocultar que se trata de una niña de 12 años. El personal del hotel prefiere mirar para otro lado, pero suministra el alcohol… y la habitación.
Hace unos meses presenciamos cómo un juez del Estado de México decidió absolver a un presunto pederasta, debido a que la víctima –una niña de cuatro años– “jamás mencionó el tema del lugar, el día, el horario” en que ocurrió el abuso. El propio juez reconoció que sí se acreditaron tocamientos en agravio de la niña y que ello vulneraba los derechos de la infancia. El video de la audiencia es indignante.
En Tlaxcala una maestra pregunta a sus alumnos qué quieren ser de grandes. Una niña, de apenas 10 años, sabe que dentro de poco estará “trabajando” para su compañero de salón, que va a ser “padrote”. La normalización de la explotación no tiene límites.
Estas historias son sólo una muestra del nivel de descomposición institucional y social de nuestro país, y reflejo de la enorme tarea que tenemos pendiente. A la vez, arrojan luz sobre diversas facetas del problema: empresas que lucran con el abuso, autoridades incompetentes e insensibles, y un contexto cultural y social que normaliza o incluso glorifica la explotación.
¿Hay algo que podamos hacer al respecto? En 2022 la Asamblea General de la ONU proclamó el 18 de noviembre como el “Día Mundial para Prevenir la Explotación, los Abusos y la Violencia Sexuales contra los Niños y Promover la Sanación”. Esta conmemoración debe llevarnos a un análisis sincero de la situación y plantear soluciones –urgentes y audaces– para afrontar una auténtica crisis social y jurídica.
La prevención del abuso sexual no puede depender sólo de las familias. Es verdad que el mayor número de casos ocurren en el ámbito familiar. Sin embargo, la magnitud del problema exige que todos los actores sociales, tanto públicos como privados, participen en la solución.
En el ámbito legislativo tenemos varios pendientes. Se encuentra detenida en el Senado una iniciativa de reforma a la Ley General de Turismo, para obligar a los hoteles a validar el parentesco entre los adultos y las personas menores de edad que ingresan a las instalaciones. Dicha reforma busca erradicar la trata y explotación sexual infantil en el sector turístico. Fue aprobada por unanimidad en la Cámara de Diputados, pero a los senadores no les corre prisa.
Al mismo tiempo se debe legislar a nivel estatal para garantizar la eficacia de esta reforma, ampliando las atribuciones de las autoridades locales en materia de inspección y verificación, así como de imponer sanciones por incumplimiento. Adicionalmente, se requiere un compromiso de las empresas del sector turístico para capacitar a su personal, implementar medidas internas, protocolos de actuación y de denuncia, así como desarrollar campañas de visibilización.
A nivel cultural y social el reto es enorme: transformar una cultura que ha pactado con la explotación y el abuso. La historia de la niña de Tlaxcala duele porque muestra que la violencia se hereda culturalmente. No es correcto que una niña se resigne –peor aún, que aspire– a que su destino sea “trabajar para su padrote”. Pero la culpa no es de la niña, sino del machismo que la mira como mercancía, de un gobierno que se esmera en ignorar el problema, de un sistema educativo que le niega las herramientas para transformar su vida. Ella no elige la explotación; el contexto se la impone. No es que olvide su dignidad; es que nunca la ha conocido.
Finalmente, la impunidad. El daño que sufren las víctimas proviene no sólo de los perpetradores, sino de un sistema que llega tarde o no llega nunca. Las fiscalías trabajan con poco personal, y el poco que tienen carece –con frecuencia– de los conocimientos y herramientas necesarias para desarrollar adecuadamente sus funciones. A ello se suma la falta de coordinación, la dispersión normativa y la ausencia de recursos. La justicia penal no protege la infancia; los procesos son revictimizantes y muchos jueces siguen atrapados en criterios probatorios que desconocen el desarrollo infantil. En México, la infancia vive en un laberinto institucional donde nadie asume la responsabilidad completa de protegerla. La desconfianza de la ciudadanía –que se refleja en los bajos índices de denuncia– es más que comprensible, en especial cuando los jueces parecen ponerse del lado de los delincuentes. Urge una profunda renovación de nuestro sistema de justicia.
Este no es un día para celebrar, sino para hacer un llamado urgente. La protección de la infancia no es tarea de un día, ni responsabilidad de unos pocos. Nuestras niñas y nuestros niños no pueden esperar a la próxima legislatura, ni a la próxima administración. ¡Basta ya de paliativos, de soluciones a medias, de pretextos!





